Cuando el sol llegó a lo más alto, llevaba ya más de muchas horas de faena con la mula. Casi podía oler el almuerzo al poco de llegar al pie del árbol, donde su hermano y Celedonio, cuchara en mano, daban buena cuenta de las sopas, alternándose con marcial efectividad y sin dar un viaje en balde ni derramar un ápice, al menos hasta llegar a la boca, donde el último resquicio precipitado tendría su cuna en la mano que hacía las veces de babero.
Al llegar, se sacó la boina deslizando el dedazo desde la sien hasta la frente, marcando la altura donde en algún momento se apreció el saín que ahora forraba internamente el complemento. No era buena idea quitarse el sudor que le incordiaba ya bajo las cejas con las manos, así que, una vez que se quitó el chaleco, lo usó no tanto para secarse como para empujar las gotas fuera de su rostro, y lo colgó del muñón de rama que le haría de galán de siesta improvisado.
Después de haber templado el buche se dio a los garbanzos con avidez, intercalando un trozo de hogaza con las viandas a cada poco, no fuera a ser que el tocino se viera acabado antes de empezar. Al poco se quedo solo a la sombra, exprimiendo, con el dedo de luto, el chorizo contra el pan. Las hormigas trepaban por sus piernas como en busca de la grasa que hacía surco en las piernas polvorientas, pero no era suficiente para luchar contra la galbana, así que la apoyó echándose un trago de la pitarra al coleto.
Al despertar, de buen son, la acémila le miraba con ojos tan dulces que las moscas se pegaban por una posición en el lagrimal. A su paso, el maestro le hizo un saludo de compadreo que obtuvo como repuesta un gruñido espumoso, casi regurgitado; de nuevo a solas se quedó mirando a su compañera en la labor, parecía estar alta.
-Si tu “sabieras”- le dijo, aún desperezándose del sueño, alto también.